Los amantes de la buena mesa, los viajeros que en algún momento han sentido
entusiasmos de marinero sin red y sin barco, encuentran en Chile la pesca
milagrosa que sus mares arrojan al menú de cada día como una verdadera lujuria
para los sentidos: olores, colores, texturas, tamaños, variedades inusuales
hacen de la oferta marisquera chilena una sorpresa que no termina. Se puede ver en sofisticadas presentaciones de los artistas de la cocina o
en sencillas preparaciones que por cotidianas no pierden espectacularidad.
Ahí están los maestros del hotel Plaza de San Francisco por ejemplo, proponiendo sopa de chilota de cholgas ahumadas, almejas y cochayuyo curanteado, crema de picorocos con perlas de palta y ravioles de centolla magallánica, merluza austral sobre apio confitado en aceite de limón, abanico de turbot sobre guiso de porotos con zapallos y camote en aroma de ají verde, filete de pez sol con pil pil de changles y camarones de mar; por hablar de unos cuantos platos mientras la carta normal de los restaurantes del diario ofrece pailas marinas, congrios y una interminable lista de habitantes del mar frescos, listos para volverse ceviche o pasar a la parrilla, a la plancha o al fogón donde las salsas los complementan.
Hay infinidad de opciones en peces, conchas de todos los tamaños y colores, moluscos, crustáceos, todos exquisitos y frescos.
Para redundar, platos como el salmón con salsa de salmón ahumado del restaurante Camino Real en el cerro de San Cristóbal, desde donde Santiago se regala como una estampa iluminada por kilómetros de lámparas que llegan hasta la barrera de los Andes.
Con su maestro sommelier se descubren los matices del vino según la ubicación del viñedo en el planeta, el sol que le dé a la uva en algún tiempo del año, la cepa, el color, el barril del añejamiento y demás variables que logran que una uva sea diferente.
No solo del mar se surten los platos chilenos. Excelentes carnes de res, cerdo, conejo, liebre y ciervo aparecen en el abanico de las tentaciones. Los chilenos saben de carnes, conocen el tema del fuego vivo y de la cocción lenta, de los fogones de brasa controlada donde los animales tardan horas en llegar a la mesa.
El Mercado Central conserva su encanto. Bajo sus arcos de hierro conviven los grandes emporios que acaparan buena parte del turismo internacional, como Donde Augusto o El Ancla, con los pequeños locales que atienden al chileno común con una carta casi idéntica: pailas marinas, mariscadas, pescados a la plancha con variaciones en las salsas y los acompañamientos.
El crecimiento económico chileno ha disparado la oferta de restaurantes de todo tipo y ha transformado barrios como Bellavista, Providencia, Lastarria, Brasil, donde permanentemente aparecen nuevas cocinas en casas restauradas para tal fin.
En Bellavista, un conjunto arquitectónico da la idea del Madrid de la media noche con los ánimos de una Barcelona trasnochadora y una Buenos Aires palermera, santelmera, una Lima de Miraflores, una Cartagena de casco antiguo, una mezcla de ciudad joven que habita lo viejo y lo envejece un poco más y lo rescata y lo pega en las paredes con sus páginas enteras de revistas con propagandas de cremas para rejuvenecer a base de aceite de pata, con sus fotos de tranvías y edificios en construcción y plazuelas y antiguos matrimonios. Un barrio para la fiesta, para la gastronomía, con derroche de decoración, lámparas, antigüedades, pintura, escultura, música en vivo en los bares.
El barrio Concha y Toro es un encanto hecho de piedra, mármol y maderas finas con diseños elegantes como sus dueños que hicieron su fortuna en las minas de salitre y en sus viñedos . Es un pequeño enclave de casas tono gris gótico construidas alrededor de callejuelas circulares, transversales, inusuales, donde ahora hay algunos restaurantes y hostales que habitan lo que no alcanzó a ser ruina. Monumentos al buen gusto que han resistido el abandono, los sismos y el cambio de usos de sus mansiones. Es un encanto salir a la noche de Santiago y encontrar en estos barrios a la gente en las mesas dispuestas en las aceras donde se recibe con gusto el viento fresco de la noche.
El verano en 2012 llegó precedido de un clima lluvioso inusual para la época. Un fuerte aguacero el pasado 20 de diciembre colapsó la ciudad. Por varias horas Santiago permaneció en penumbra generando una crisis similar a la de un terremoto de tal magnitud que Madonna que casualmente cantaba esa noche, fue abucheada por retrasar 2 horas su concierto. Media ciudad en tinieblas padeció el tráfico detenido por sus semáforos muertos. Lluvia y frío en diciembre, rara manera de hacer verano con nieve en la cima de los Andes.
La época altera el tránsito. Hay lentitud en las vías, congestión vehicular en el centro, un tráfico peatonal desordenado deambula entre las nubes de humo de cigarrillo que envuelven los pasajes donde todo sucede. Desfilan manifestantes que recuerdan a los muertos de épocas aún impunes y artesanos que todo lo tejen, lo hilan, lo bordan, lo amasan y lo vuelven objeto para las vitrinas callejeras que los turistas persiguen como constancia de haber estado aquí.
Grupos de rock cantan en las aceras, la plaza de Armas se llena de comediantes que convocan multitudes con sus rutinas de remedar incautos, montañas de pantis amarillos se ofrecen con la idea de que el año próximo todo será mejor.
Réplicas del terremoto más reciente sacuden aún la región del Bío Bío y la sensación de que podrían llegar hasta la urbe parece no pasar por la mente de nadie. Chile aprendió a vivir al borde del temblor y por eso ningún temor detiene sus ímpetus de celebración en esta época. El 31 de diciembre de 2012 llevará dos millones de visitantes a Valparaíso y Viña del Mar a los balcones y muelles donde la fiesta de pirotecnia es famosa.
Hay mucho para ver en Santiago. Sus museos conmueven. Hay un Chile que habla de otra manera de pintar una época. Una expresión pictórica da cuenta de un paisaje, un color, un contenido, una identidad.
Por más europea que resulte la pintura decimonónica o del siglo veinte exhibida en el museo de Bellas Artes, ahí está Chile con su zamacueca y sus estampas criollas, sus bailes de enanas, y ese color de la arena del Norte, las alpacas, las llamas, la pobreza de los rincones donde los niños se enferman, los acantilados de su geografía y una tonalidad urbana que solo se parece a sí misma.
Llama la atención la presencia de tantas pintoras en generaciones que hicieron escuela: La del trece, el grupo de Montparnasse y las pintoras del arte contemporáneo. Nombres como Clara Filleul, Elmina Moisal, Celia Castro, Magdalena y Aurora Mira, María Luisa Lastarria, Henriette Petit, Gracia Barros, Inés Puyó León, Ana Cortés, Ximena Cristi, Matilde Pérez Cerda, Elsa Bolívar; sorprenden por buenas y por tantas, si se comparan con la expresión femenina exhibida en la mayoría de museos del mundo. El arte contemporáneo por su parte cuenta con edificios magníficos para su exhibición y una curaduría que ofrece al visitante refinadas opciones en pintura, escultura y artes visuales.
Neruda por su parte sigue
siendo motivo de peregrinación. En La Chascona, su casa de Santiago, se
descubre la intimidad cotidiana del poeta según la voluntad de Matilde, quien
pareciera ser la autora del libreto de la visita guiada donde ella es la
protagonista de lo que quedó del espacio que compartió con Neftalí. Quedan
tácitas las mujeres que la precedieron y con quienes a lo mejor sin saberlo,
alternó en su convivencia con el galardonado diplomático que escribía versos.
(O viceversos, perdón, viceversa: el poeta que vivió de la diplomacia)
Angélica Pérez fue para mí
el gran hallazgo. Su ceremonia con el té, su recorrido por el performance, su trayectoria como
historiadora a partir de la “microhistoria”, su curiosidad por las vidas
aparentemente intrascendentes que dieron lugar a su tesis de grado donde
encontró el té como símbolo, como rito, como ceremonia y como camino de
exploración y su trágica muerte temprana magnifican la revelación. Dice Hannah
Arendt que “sigue siendo verdad que los dioses deparan una muerte temprana a su
favoritos, y los libran en recompensa de la vejez, no permiten que mueran
“viejos y hartos de la vida”… Mientras viven están inmersos en proyectos
vitales, son los únicos a los que sólo separa la muerte, no el peso de la vida
vivida”.
Angélica Pérez en el museo
de Bellas Artes de Santiago con su exhibición Templo de polvo, deja constancia de algo aparentemente tan sutil como el té y su capacidad de teñir la vida.
Llevar-te, llev-arte, sería el epitafio que el Tsunami que arrasó con su vida
en el archipiélago de Juan Fernández en
2010, escribiría en la infusión de su tumba.