jueves, 31 de enero de 2013

A vuelo de serpiente


A vuelo de serpiente

Después de leer La serpiente sin ojos, tercera novela de la zaga del escritor William Ospina sobre la conquista de América, una de las cosas que se destaca en la narración es la descripción de la geografía, que aparece quizás como el más indolente de los enemigos que enfrentan todos los personajes sin distingo de credo, raza o sexo, sin importar la condición de poder o sometimiento ni el grado de modestia o ambición. Esa serpiente del agua que a ciegas se interna entre la selva e impone sus caprichosos caminos es la majestuosa triunfadora que no conoce enemigo.

Siglos después, un tramo de manigua de aquellos que entonces tardaron años en ser trasegados y se tragaron tropas, barcos y sueños, puede cruzarse y perderse de vista en minutos, volando sobre un ave de hierro que desafía ahora esa sensación de derrota que seguramente agobió a aquellos primeros guerreros cuando después de jornadas interminables sentían que ni caminando la vida entera detrás de la corriente,  algún día el río llegaría al mar. 

Cruzar América del Sur desde Buenos Aires hasta Panamá en 7 horas teniendo aún frescas las imágenes que brotan de las páginas de Ospina, puede convertirse en un juego de la mente que en una extraña matemática visual sin fórmulas posibles, convierte años de tropiezos en segundos de fluidez.

Ese mapa de un continente que la pantalla del avión proyecta en un plano general, alternado con vistas parciales que muestran más de cerca el lugar por donde el pasajero cruza, se convierte en referente para que al asomarse por la ventana se pueda saber qué río, lago o montaña se sobrevuela; cosa que en el juego de confrontación del tiempo de la novela con la actualidad podría enviar a Pedro de Ursúa a un hospital siquiátrico por razones distintas a las que su demencia ameritaba.

Esa vegetación agreste que entonces ostentó incólume su triunfo, siglos después ha sido domeñada en territorios como la pampa interminable que exhibe su planicie trazada a cuadros como retazos pintados de ocres, verdes pálidos y amarillos donde la huella del arado hace surcos visibles desde la altura.

Pero el paisaje cambia y si se cruzan los andes  hacia Chile,  algún risco parece un caballo de hielo detenido en la pendiente de la cordillera, acaso como homenaje a la memoria de aquellos que intentaron cruzarla y aún ahora, si se volvieran a atrever, quedarían incrustados al paisaje bajo la nieve.

Y al pasar por Bolivia un lago enorme deja a las nubes mirarse en su espejo mientras inunda kilómetros de montañas altas, muy altas, las más altas. Sus bordes de agua se escurrieron por las laderas y por eso sus pobladores suplican hoy a sus vecinos una salida al mar, ellos que fueron el mar, el mismo que millones de años atrás tuvo por lecho la tierra seca de estos tiempos, la que volvió al Titicaca una isla de agua suspendida en el frío, sin más camino hacia el mar que el subsuelo insondable.

Cruzar hacia Brasil, Perú o Colombia es surcar el lienzo extendido en el aire donde dos selvas de colores se disputan la espesura:  la densa manigua de la tierra, con su verde casi negro de tanto atrapar la luz entre sus brazos de hojas y la mudable espesura de las nubes que agitan sus melenas blancas en danzas donde el viento es el coreógrafo de sus aquelarres.

Entre el verde, los ríos, uno tras otro abriéndose camino entre los árboles, ríos rojos de lodo, ríos claros y oscuros, delgados hilos o torrentes trazan el mapa, hasta quedar lejos e ir desapareciendo entre las montañas desbrozadas de la civilización. Llegan las ciudades con sus hileras de hormigas con patas de caucho que transitan sobre el asfalto y pronto el océano Pacífico se vuelve agua oscura hasta llegar a Panamá.

Son 7 horas donde el Río de la Plata se alejó de primero y luego todo el paisaje se fue volviendo olvido, lejana sensación de haber pasado sin tocar, sin sentir el olor de la lluvia sobre la arena, sin oír la tonada de los grillos en voz baja sobre el graznido de las aves, sin sentir el acecho de los gatos enormes que saltan por el monte ni el jugueteo de los micos, ni todo aquello que Ospina nos narra en su novela.

Pero de nuevo la geografía sigue venciendo a lo largo del continente con sus recónditos secretos y aún desafía con su misterio a quienes la observan desde el fuselaje del pájaro que serpentea en el aire.

1 comentario:

  1. Apenas estoy terminando "El País de la Canela" pero sin duda, con este texto ya ando mas que motivado por continuar la zaga; que bello recuento del libro...

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