viernes, 25 de enero de 2013

Los justos


Los justos

Los justos, de Albet Camus se presenta en una pequeña sala de la calle Corrientes, en los altos de la librería Losada. Decía Agustín Alezzo, el connotado director de la obra, que siempre quiso montarla pero tardó muchos año para hacerlo porque no había encontrado el elenco que le diera la talla. Después de verla en su versión, parece que lo que no había encontrado era la manera de enfrentar este texto para lograr la profundidad, verosimilitud y tensión que ameritan los temas propuestos.

La revolución rusa de 1905 y el episodio del asesinato del gran Duque por parte de una facción opositora, plantean en el texto original complejas reflexiones frente al poder y la desigualdad, el asesinato como pretexto para hacer justicia, la discusión acerca de las implicaciones del terrorismo, el dilema del amor y el compromiso político, la lealtad, la amistad y demás conflictos asociados, que no se perciben en esta puesta en escena con la densidad merecida.

Los gritos de los actores como recurso para expresar una fuerza interior que no logran  transmitir, desestiman el peligro que los personajes representan tras el balcón donde esperan el paso del aristócrata para asesinarlo. Algunos espectadores alcanzan a dormirse sin sentirse amenazados ante un objeto tan contundente como la bomba que los revolucionarios pretenden explotar ya que esta no deja de ser un atado de trapos pintados, de risible verosimilitud.

No hay magia, ni frío, ni calor, ni inminencia de explosión, ni rigor ante la horca que eligió el asesino. Nada conmueve: la duquesa viuda que busca tocar fibras íntimas al condenado que asesinó a su marido, con su floja actuación parece salida de un novelón televisivo de bajo rating, la revolucionaria que pretende demostrar que el dolor ante la condena de su amado trasciende en virtud de sus ideales políticos, no deja de recitar, el jefe de los revolucionarios no transmite liderazgo, el traidor se delata a sí mismo, la caracterización del radical resentido le serviría al actor para vender guantes de boxeo o camisetas de barras bravas con su cliché de rabia, sólo rabia.

Algo más que elenco le quedó faltando al montaje para que el espectador después de un aplauso apenas cortés, por no decir displicente, no salga con la idea de que el teatro ha envejecido.





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