Los justos
Los justos, de
Albet Camus se presenta en una pequeña sala de la calle Corrientes, en los
altos de la librería Losada. Decía Agustín Alezzo, el connotado director de la
obra, que siempre quiso montarla pero tardó muchos año para hacerlo porque no había encontrado el elenco que le diera la talla. Después
de verla en su versión, parece que lo que no había encontrado era la manera de enfrentar
este texto para lograr la profundidad, verosimilitud y tensión que ameritan los temas propuestos.
La revolución rusa de 1905 y el episodio del asesinato del
gran Duque por parte de una facción opositora,
plantean en el texto original complejas reflexiones frente al poder y la
desigualdad, el asesinato como pretexto para hacer justicia, la discusión
acerca de las implicaciones del terrorismo, el dilema del amor y el compromiso
político, la lealtad, la amistad y demás conflictos asociados, que
no se perciben en esta puesta en escena con la densidad merecida.
Los gritos de los actores como recurso para expresar una
fuerza interior que no logran transmitir, desestiman el peligro que los
personajes representan tras el balcón donde esperan el paso del aristócrata
para asesinarlo. Algunos espectadores alcanzan a dormirse sin sentirse
amenazados ante un objeto tan contundente como la bomba que los revolucionarios
pretenden explotar ya que esta no deja de ser un atado de trapos pintados, de
risible verosimilitud.
No hay magia, ni frío, ni calor, ni inminencia de explosión,
ni rigor ante la horca que eligió el asesino. Nada conmueve: la duquesa viuda
que busca tocar fibras íntimas al condenado que asesinó a su marido, con su floja actuación parece salida de un novelón
televisivo de bajo rating, la revolucionaria que pretende demostrar que el
dolor ante la condena de su amado trasciende en virtud de sus ideales políticos,
no deja de recitar, el jefe de los revolucionarios no transmite liderazgo, el traidor se delata a sí
mismo, la caracterización del radical
resentido le serviría al actor para vender guantes de boxeo o camisetas de barras bravas
con su cliché de rabia, sólo rabia.
Algo más que elenco le quedó faltando al montaje para que el
espectador después de un aplauso apenas cortés, por no decir displicente, no salga con la idea
de que el teatro ha envejecido.
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