jueves, 17 de enero de 2013

Una relación pornográfica


Una relación pornográfica

El cine tiene la particularidad de crecer a sus personajes al tamaño de la pantalla y cuando los actores son buenos quedan en la mente inmensos, con toda la magia de lo construido con ese equipo invisible de profesionales que los iluminan, los visten, los acomodan y los ponen a trasegar por parajes que, aún si son sórdidos, crean una estética y  una atmósfera perdurable en la memoria del espectador.

Por eso la expectativa de ver el estreno de la versión teatral de Una relación pornográfica, la obra del belga de origen iraní Philippe Blasband, que en 1999 fue llevada al cine con gran éxito y desde ayer se presenta en la sala Pablo Neruda de Plaza Centro en Buenos Aires, protagonizada por Cecilia Roth y Darío Grandinetti, con la dirección de Javier Daulte.

Ambos actores tienen una trayectoria excelente en cine y teatro, han ganado premios nacionales e internacionales, ambos han trabajado con Pedro Almodóvar y otros importantes directores en España y Argentina y eso hace mucho más atractivo el cartel de la obra.

Y qué bien que lo hacen, es la verdad. La actuación es correcta, todo el tiempo correcta. A pesar  de verla el día del estreno, (que nunca es la mejor función de la temporada, aunque de pronto para los actores sí sea la más emotiva), todo salió como debe ser, al pie de la letra. Sin embargo la obra no da la medida del título ni de la temática a la que le apuesta.

Una mujer profesional, atractiva, ni vieja ni joven, de buena posición económica, un día decide cumplir una fantasía y publica un aviso en una revista pornográfica solicitando un hombre que esté dispuesto a entablar una relación de tipo exclusivamente sexual. Aclara que quiere sólo eso: nada de parejas, noviazgos, maridos ni compromisos afectivos. Sexo, sólo sexo es lo que pide y lo que encuentra en los primeros meses de citas con el lector del aviso que se le midió al juego.

La obra se enfrasca entonces en la tarea de contar cómo fueron los encuentros y por qué al surgir el enamoramiento que ambos se habían prohibido al comienzo, la relación se acaba. Pero se queda ahí, contando la anécdota.

Los actores empiezan a narrarle al público la historia: que ella llegaba, que él llegaba, que subían a la habitación de un hotel, que después del encuentro se citaban para el próximo jueves, que de vez en cuando salían a comer, que no sabían nada el uno del otro, ni siquiera el nombre y que eso era todo.

Y en realidad eso es todo. Por eso a la tercera o cuarta vez que llegan al hotel y pasa lo mismo, ya los recursos actorales están agotados, la historia que daría para infinidad de narraciones, se queda en la epidermis.
  
A esa reiteración sin sorpresas no la salva de la monotonía ni la coreografía que le injerta el director al texto, ni la sobria y elegante escenografía, ni la agradable música de fondo, ni el vestido de novicia de la actriz, ni el desesperado recurso del autor para ponerle fin a la historia con una sucesión de truculencias absolutamente improbables.

La aparición de un huésped que puede abrir por equivocación la habitación de los amantes y entrar a morirse a la pieza ajena, ¿con qué llave?, y en fin, una serie de sucesos como el posterior suicidio de la ex esposa del muerto y cosas que no vienen a colación, son solo un pretexto para salir del paso y no agarrar al toro por los cachos.

Se desperdicia entonces un tema que si se despojara de la anécdota daría pie a la reflexión acerca del deseo sexual como entidad desligada de los sentimientos, las rutinas y las promesas; a la exploración en escena de las fantasías humanas que han sido cubiertas con la sotana del pudor y que en esta obra se autocensuran.

Se desperdicia también el talento de dos grandes que hacen todo correctamente, pero que están amordazados por un texto que los despoja de la fuerza, el erotismo, la sangre en las venas que propone el título.



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