Tango feroz
Para el espectador desprevenido que llegue a Buenos Aires a
buscar un espectáculo en el Broadway latinoamericano de la calle Corrientes, el
título Tango feroz podría llevarlo
con los ojos cerrados a pensar que va a un musical con elenco de bailarines,
cantantes y orquesta de tango y ahí empieza a equivocarse.
Tango feroz tiene
de todo menos de tango. Apenas una vez durante el espectáculo suena en la radio
un fragmento de uno interpretado por Goyeneche, que el protagonista tararea y
después baila desnudo con su compañera en una bella escena de intimidad sin
tacones ni volteretas, como para que no se olvide que el tango forma parte de
la realidad argentina, que es la esencia de esta narración.
Tango es el apodo del protagonista que inspiró la película homónima
que hace 20 años se estrenó con gran éxito y que ahora en esta versión
reivindica el teatro como instrumento de percusión de sentimientos.
La historia de los sueños de juventud de una generación
ingenua y altruista, conmovida con la realidad de un país que supo del rigor
del poder de una manera aniquiladora, narrada a partir de un muchacho de
barriada, un don nadie que sólo sabía
cantar, es el punto de partida para un despliegue de arte que desde el primer
momento conmueve.
Tango, el protagonista, representa al mítico fundador del
rock argentino. A su lado, una historia de universitarios que quieren
transformar el mundo y en las primeras escenas pintan pancartas y elevan en
altavoz protestas contra la desigualdad, pasan rápido por el tamiz de la realidad
para convertirse algunas escenas después en patéticas víctimas de la rutina,
parejas de novios que con la ceremonia nupcial dan por concluida su historia de
amor para instituirse en el establecimiento, aspirantes a artistas que terminan
como empleados de una agencia de publicidad, gente que entró a la fila de la
jubilación y dejó desangrar los sueños.
La amenaza de que todo puede ser peor en el contexto de un
régimen que es capaz de arrasar incluso los vínculos familiares, añade la
sensación de peligro que rodea el ambiente. La novia de Tango es hija del
militar que instaura la persecución contra todos los que tengan que ver con el
negrito desarraigado que sólo quiere cantar.
Ese personaje del padre, que es el padre de todos los que
alguna vez quisieron revelarse contra la autoridad, es interpretado por el mismo
actor que en un despliegue de actuación, con un solo gesto se convierte en el director
carcelario, el policía, el que inventó el chantaje emocional y la tortura sicológica.
Hay música, mucha música, muy buenas voces, una banda que
con su percusión despega los depósitos de grasa de las arterias, mucha fuerza,
fuerza feroz, intensa. El espectador en casi dos horas que dura el espectáculo,
olvida los relojes, las escenas se van fundiendo una a otra con una
escenografía que se proyecta en los muros desnudos del Tabarís, o rueda a punta
de tramoyistas que empujan y jalan los objetos sin que la magia se pierda.
Un contexto urbano lleno de grafitis, paredes deterioradas,
muebles caricaturizados, crean el ambiente de los personajes y ellos se crean a
sí mismos con su actuación. Un tema que tan fácilmente podría volverse
panfleto, logra la risa, el llanto, la rabia, el júbilo, la tristeza, emociones encontradas
e incluso, una idea que sabemos va a desaparecer cuando termine el espectáculo,
de que el amor es posible y se puede vivir para los sueños.
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